Vivimos atrapados en una realidad muy relativa, ya que ésta depende plenamente de la percepción de cada persona y de sus vivencias o conocimientos. En cambio los niños, inmaduros, tienen la realidad en constante lucha con la imaginación, hasta el punto de apreciar de manera feliz algo que realmente es triste, entre otras muchas cosas.

En este caso hablaremos de un niño que vivía con su humilde familia a las afueras de una pequeña ciudad. Era activo, nervioso, siempre tenía ganas de jugar y explorar. Su sitio favorito para pasar el rato era la orilla del río, donde jugaba con las ramas caídas mientras se imaginaba batallitas mirando el reflejo en el agua.

Un día, el niño se quedó más tiempo de lo habitual jugando con sus ramas sin ser consciente de que estaba anocheciendo. Cuando se dio cuenta que se le hacía tarde empezó a recoger sus “soldados” rama, pero justo al levantarse uno de sus guerreros cayó al lago.

El niño se agachó para coger el palo justo cuando la honda del agua cesó, ya que así podría ver dónde había caído. Se quedó mirando el reflejo, y sin querer quedó inmerso en su imaginación, ya que lo que parecía unas nubes tapando los últimos rayos de luz se convertían en una montaña nevada acompañada de la luna. Sus ganas de entrar en su propia ilusión, ya que nunca había visto nevar, le hicieron abalanzarse en el río con esperanzas de adentrarse en ese maravilloso mundo, pero lo único que consiguió fue un resfriado.